martes

Y la vida sigue

Él sonríe. Sabe que la gente lo mira extrañada, y eso le hace reír aún más. Parece querer comerse el mundo, con esa fuerza, con esa seguridad que hace que estar a su lado sea lo más fácil del mundo.

Ella camina rápido, como siempre, o tal vez más que nunca. No tiene prisa, no huye de nadie, pero hoy es un buen día, así que han quedado desterradas de su iPod todas las canciones para días y corazones nublados. Y se limita a dejarse guiar por el ritmo desenfrenado de la melodía.

Caminan, sonríen, se cruzan, bajan la vista, miran de nuevo. Chocan. No es un choque físico en el que todos los cuadernos que ella debería llevar en la mano caen al suelo y él la ayuda a recogerlos. Ésos sólo ocurren en las películas.

Se trata de algo mucho más fuerte. Una coincidencia en el lugar y en el momento oportunos, una mirada que se detiene un milisegundo más de la cuenta y que desencadena otras tantas, furtivas, que la secundan. Una sensación, un escalofrío, algo.

La música se detiene en el iPod de Ella. La sonrisa se congela en los labios de Él. No son más que unos segundos, y el mundo vuelve a girar, y el coche que se acerca pita, tiene prisa, y su semáforo se pone en verde, y Ella baja la vista y la música vuelve a su corazón y a sus piernas, que se mueven llevadas por el ritmo frenético de la ciudad, y Él se vuelve, y la mira, como si todo hubiera sido algún tipo de alucinación. Y Ella se gira un segundo después, y ya casi no lo distingue.
Y la vida, como si nada, sigue.

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