miércoles

Auroras boreales.

Éramos uno de esos cuentos sin fin
en una noche de verano, o en mil, hace tiempo que perdí la cuenta.
Una historia de esas que como un niño, esperas el final cada noche antes de dormir.
Pero acabas durmiendo, y ni finales contigo, ni noches sin mí.
Lo nuestro era una de esas olas gigantes que parecen imposibles de surfear
hasta que te salpica la espuma, y no queda más remedio que levantarse y rezar.
Porque solo hay dos opciones, o caes, o la vences.
Y sabes que si llegas a la orilla, nunca más te darán miedo las olas. Ni el miedo.
Esa sensación, como si en cada abrazo pidiéramos a gritos al mundo "para, que yo me bajo", porque todo dejaba de existir menos tú y tus manos, y yo y mis miedos. O igual era al revés, creo que nunca lo tuvimos claro.
Solo sé que hasta las gotas de lluvia dejaron de caer durante aquellos abrazos. Porque no era un abrazo, era una forma de pedirnos quédate y no te muevas, en mayúsculas, y en negrita, un vamos a cerrar los ojos hasta que el cielo deje de mojarnos, que ya estamos hartos de lágrimas, que solo queríamos calor y ya se acerca el invierno.
Eras ese primer día de sol tras un mes de noviembre, cuando la luz se vuelve especial y casi hasta duelen los ojos acostumbrados a no ver. Qué forma más bonita de decirte que sí, que te he echado de menos, y que vuelvas, para callar de una vez a la lluvia.
Eras como esas luces boreales que solo se ven un par de meses al año, un fenómeno especial que nadie más que yo podía ver, como si una parte de ti solo despertase a partir de las doce, cuando todo lo demás por fin quedaba en silencio.
Así que sí, vuelve, con tus sonrisas a destiempo, con tu olor, ese que se quedaba aquí a dormir por las noches. Con mis tonterías, nuestras cosas pendientes y sobre todo, con esas ganas de comernos el mundo. Sin importar a qué sabrá el siguiente bocado.
Brindemos, por no dejar nunca de soñar despiertos, por que me des la mano cuando sobren las palabras.


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