jueves

Cada noche, exactamente a las doce y treinta y tres minutos, ella se sentaba con las piernas cruzadas sobre el césped húmedo, y miraba el cielo poblado de estrellas. Más bien, miraba una en concreto, su estrella. No le importaba saber que tal vez ya estaría muerta, a millones de años luz de donde ella la observaba.
Y, como siempre, su mirada se encontraba con la suave luz, y el mundo se desvanecía para ella.
Cada noche desde hacía mucho tiempo, tal vez demasiado, él salía a buscarla, exactamente a las tres cuarenta y cinco, cuando encontraba la cama tan grande sin ella. Y la veía dormida sobre el césped, tan frágil, con un mechón rebelde rozando sus mejillas blancas bajo la luz de la luna. Como en un ritual, la cogía entre sus brazos, escuchaba su respiración y se tumbaba junto a ella, bajo la manta de lana y el manto de estrellas.

Él nunca le preguntó por qué salía cada noche, ni qué veía en aquella estrella que la hacía tan especial, y ella nunca rechazó la manta a media noche ni sentir el calor de su cuerpo al despertar abrazada a él.

Pero él siempre tuvo su propia teoría. Su ángel echaba de menos el cielo.

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